Durante el
descanso escolar de la navidad, tuve el privilegio de pasar 8 días con los
monjes Trapenses del monasterio de Nuestra Señora del Santísimo Sacramento en
Frattocchie, hacia las afueras de Roma. Aquellos días quedaran para perpetua
memoria en mi alma como días de profunda reflexión y fervor. Allí me encontré
con una bella biografía en italiano del Hermano Rafael, mi querido compañero
San Rafael Arnaiz, novicio trapense de la Abadía de San Isidro de Dueñas en España,
quien murió a la temprana edad de 27 años en abril de 1938.
Yo conocí al
hermano Rafael a través de otro amigo mio: el padre Damián de Molokai. No sabía
yo nada de Rafael hasta el mismísimo día de su canonización, pues supo estar
canonizado por el papa Benedicto XVI en la misma ceremonia con el padre Damián
y otros tres santos más. Aquella fue mi primera vez en Roma. El hermano Rafael
no necesito dirigirme ni una sola palabra para llamarme la atención y cautivarme.
Su imagen presentaba un semblante tranquilo y una mirada tan serena y
compenetrate como la de alguien que solo posee a Dios en si mismo. Usted sabe, improbable
lector, fue algo así como lo que llaman hoy día química, en las relaciones
interpersonales, para querer decir que hay una profunda conexión e
identificación entre dos personas. No soy pretensioso, no digo identificación
como si yo fuera ya igual a Rafael, sino porque solamente aquel, su rostro,
colgado del balcón de la logia de la Basílica de San Pedro, me inspiro a decir
a mi mismo: yo quiero ser como el.
El libro que encontré
parece que fue escrito en ese mismo monasterio donde me encontraba. Al terminar
de leer las primeras paginas del capitulo introductorio, me di cuenta que era
la misma biografía que ya había leído en ingles unos meses después de la canonización,
biografía que por cierto había comprado en una visita rápida al Monasterio de
New Melleray en Dubuque, Iowa; lugar también tan cercano a mi corazón. Fue allí
donde tome la decisión de ser sacerdote para mi providencial arquidiócesis de
Chicago.
No me importó que
fuera el mismo libro, lo leí de pasta a pasta, y una vez mas, Rafael me acompañó
por una semana y me contó cosas graciosas como solo él puede hablar, cosas de
Dios que se pueden contar con humor. Lo que aun yo no podía comprender, es por
que razón nunca había podido conseguir sus obras en el original español. (Mas
tarde, apenas hace un par de semanas, recibí un libro de las Obras completas de
Rafael, agradable sorpresa de la gentileza de don Antonio, padre del padre Juan
Jesús. A don Antonio aun no lo he conocido, a su hijo lo conocí hace poco en
Roma y es originario precisamente de la región de Valladolid, la misma de
Rafael). No se imaginan la delicia de leerlo, es como masmelos asados que se derriten
en el paladar.
Lo cierto es que
durante aquella semana de fin de año descubrí lo mucho que Rafael y yo tenemos
en común: tan hombres de carne y hueso con pasión por Dios y la Señora y tan
perezosos los dos para levantarnos por las mañanas. Estoy hablando de cuando él no era santo aun,
o sea, de cuando Rafael era mas como yo. Esto si que me da esperanza.
Tanto las auroras
como los atardeceres son mis momentos favoritos del día, porque son momentos de
trascendencia que reclaman contemplación e incitan a la alabanza del creador.
Pero como en mi vida he visto mas atardeceres que auroras, porque todavía no me
levanto a ver salir el sol, me quedo por ahora con los atardeceres hasta que
aprenda a madrugar de verdad. Mi única dificultad con la imagen propuesta, es
que los atardeceres buscan la noche y con ello, las tinieblas se imponen al día
que fenece. En el transcurso de los días finales del 2011, me dio por sacar la
cámara fotográfica y registrar todos los atardeceres de aquella semana
misteriosa pero sabrosa. Ahora es que me atrevo a exponerlas, porque es solo
hasta estos días que me siento con la confianza también de compartir
reflexiones sobre atardeceres. Vamos a dejarnos guiar e impregnar de ello
durante la cuaresma, que es como un atardecer que busca la noche de la muerte
fría y oscura que luego es superada con creces con la aurora del Domingo Mayor,
una vez y para siempre. Ya creo yo, que para entonces, después de despojarme de
mi mismo, tendré la suficiente valentía y motivación para levantarme a
contemplar el alba.
Alternando con
las iglesias estacionales quiero presentar, cada domingo cuaresmal, un
atardecer para meditar.