Jesús continúa su
camino hacia la noche oscura y ahora más que asume las monstruosas tinieblas
del pecado. Se siente como si le hubieran robado su poder. ¿Cuanto temo a la muerte? Todos mis miedos
juntos se suman para explicar la dimensión de ese único y definitivo miedo. Es
el miedo por lo desconocido donde no tengo ningún control. Si embargo sabemos
ya que la fe cristiana nos conforta con la realidad de la conquista de la
muerte de una vez y por todas por Jesucristo mismo. Lo desconocido se ha hecho
conocido. Ahora tenemos las alternativas dejándonos el control de escoger: El
amor de Dios o su rechazo. Que cada uno haga su propia matemática. Pero todavía
me hace temblar mi fe débil y mi obediencia ambigua hacia la voluntad de Dios.
Jesús se
encuentra en el punto de hacernos conocer aquello desconocido llegando al punto
de explorarlo por nosotros. Él tiene la experiencia primordial del miedo,
temblor ante el rostro de la muerte, ante el vacío de la nada que lo hace
incluso sudar gotas de sangre. Jesús esta en mi lugar experimentando al Padre a
través de un corazón y ojos de pecadores. El sol del Amor desaparece por un
momento detrás de las nubes; solo se puede percibir el vínculo de la tormenta
divina.
Jesús en Getsemaní
lucha consigo mismo. Debe batallar hasta el punto de producir el “que se haga
tu voluntad” ¿Como
puedo yo aguantar el dolor espiritual, psicológico y emocional que se siente,
que es incluso peor que cualquier dolor físico? Jesús esta solo en obediencia.
Y yo no puedo ni siquiera mirar. Parece que me produce repugnancia en vez de
simpatía ver a mi Dios en ese estado. ¡El esta en mi lugar! Esta erupción de su dolor y mi desentendimiento de este
no lo pueden explicar ni el estado de alerta a que llama Jesús; ni el mismo y
puro miedo del sufrimiento inminente.
Leemos que Jesús
interrumpe su batalla en diversos momentos buscando la simpatía, ayuda y
acompañamiento de sus discípulos. Pero vemos la incapacidad de los discípulos
para esto. Ellos duermen por negar la tristeza, por confusión desesperante, pero
también por su incapacidad de obedecer y decir el “si” de la fe. Los discípulos
dejan al Señor solo. Él debe entonces regresar a su batalla solitaria la cual
parece no progresar sino que se queda en el mismo punto impotentemente
insuperable.
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